Oigo sus voces en mi garganta. Sin medida, una vida me habita. Busco las palabras que se aman despiertas al final de su auténtica mirada. Habla un aroma interminable abrazado al pecho del sol que besa los labios de la noche y no se quema. Parte su clamor en mi boca, y cuando cae la primera gota de lluvia deja acariciar todas las maneras de vivir. Llueven rosas…
Siento viajar el dolor en la mitad de la noche y es distante la soledad. Envuelta en este cuerpo mortal me reconquisto, recién nacida, al saber que ya no te recuerdo. Tracé el mapa de nuestra piel perseguida por la velocidad del viento. Giramos en renglones de besos infinitos quebrándonos sigilosamente mientras la luna se vestía de silencio. Caminamos con la vestidura del tiempo, quedamos rendidos en su espacio, volaron las gaviotas, se detuvo la lluvia, mis palabras acariciaron el otoño, borré la soledad y te olvidé en mi reconquista.
Desde esta orilla todo es posible pintar el sabor dulce del viento, dibujar los aromas del paraíso, descubrir una palabra en la mañana o volver la luna del revés. Te he buscado a mi paso, cautiva en tu tiempo, en nuestro primer deseo, temblando, palpitando, buscando los verbos innumerables que, inevitablemente, no hallamos en nuestro mapa con el azul de nuestro bosque y el rojo del mar. La vida es lo que tú tocas y te he seguido buscando, de nuevo, a mi paso, sucediéndose los sueños, mirándonos. Cerramos los ojos ese día que la noche bailó desnuda para nosotros. No existieron teoremas ni montañas, encontramos la risa, las auroras, los triunfos, colores y alegrías, un amor sin final.